Si no lo supimos hacer en la bonanza, còmo lo podemos hacer en la pobreza.,


                   

         EL FESTÍN DE BALTASAR


De la Venezuela de los rolex a la Venezuela  de las lentejas y la yuca.
 De la opulencia del "dame dos· a la miseria de la caja clap.

Arturo Úslar Pietri escribió El festín de Baltasar como una alegoría
de la Venezuela embriagada por la bonanza petrolera. Con la precariedad
de su pensamiento, vio venir el apocalipsis de la Venezuela del siglo XXI.
En su tribulación, no vislumbró que podía haber también la celebración de los otros.

Arturo Uslar Pietri fue definido como “nuestra conciencia moral en tiempos borrascosos”.


VIVIMOS DE MITOS REPETIDOS.
¿Cuál es entonces el cuerpo de creencias que orienta el comportamiento político de los venezolanos?

Alfredo Keller, en base a sólidos estudios empíricos, lo ha organizado a modo de un silogismo, formulado así:
- Nuestro país es un país rico.
- Todos somos dueños de esa riqueza.
- El reparto de la riqueza es una cuestión de justicia.
- Yo soy bueno y merezco por ello parte de la riqueza de mi país.
- Para que sea justo, mi parte debe ser igual a la de los demás.
- El juez que distribuye la riqueza debe ser el Estado.
- El Estado es una instancia política.
Este cuerpo de creencias es contrastado con ciertas constataciones objetivas sobre la distribución de la riqueza:
- Yo soy pobre... mientras otros son ricos... los ricos son la élite del país... los políticos son también élite...
Todo lo cual arroja la siguiente conclusión:
- El Estado no reparte con justicia la riqueza... porque la élite política es incompetente (la malgasta) y corrupta (la roba).
De acuerdo con Keller, el petróleo ha jugado un papel clave en la formación de este cuerpo de creencias: 91% de los venezolanos considera que el país es 16 efectivamente un "país rico"; 82 % considera que esa riqueza "debe ser repartida entre todos sin distinción ni privilegio alguno"; 75 % de la población considera que el recurso de los hidrocarburos, por sí solo, es suficiente para cubrir todas las necesidades financieras, que "abarcan tanto las necesidades reales como las aspiraciones de la población"; por otra parte, sólo 27 % de los venezolanos siente que se ha beneficiado en algo de ese recurso. 


 EL RENTISMO PETROLERO FORJÒ EL CARÁCTER DEL VENEZOLANO


Algunas cosas nunca cambian. Otras empeoran irremediablemente y otras solo se transforman en su apariencia para permanecer intactas en lo medular: es el principio del gatopardo, tan bien descrito por Giuseppe di Lampedusa cuando narra en su novela la historia del príncipe de Salinas, Don Fabrizio Cordera. Entre unas cosas y las otras –las que no cambian, las que empeoran y las que se disfrazan– están las que evolucionan favorablemente hacia un cambio en positivo. Es el tipo de cosas en las que muchos hemos dejado de pensar porque un pesimismo ya endémico, atenazado por el síndrome de la desesperanza aprendida, nos ha hecho creer que algunos escenarios son inamovibles.
El pesimismo y la desesperanza –aprendidos o inducidos– suelen vestir el ropaje de la angustia, del desaliento, de la depresión, de la tristeza y de la postración. Sea cual sea la indumentaria, la máscara siempre es la misma: el embozo de la derrota. Y cuando transcurre tanto tiempo sin que uno reconozca en el espejo su propio rostro –el de la dignidad voluntariosa– la simulación termina saturando el espacio de la verdad. Es el momento en el que se deja de luchar por algo mejor porque para qué. No obstante, eso, ciertos destellos de luz –aunque suene redundante– nos hacen recordar que hay esperanza y que donde otros vieron un inexorable despeñadero; otros ven justo el espacio propicio para dar un salto de fe.
Durante la primera mitad del siglo XX, Venezuela empezó a sufrir en sus carnes los estragos de la embriaguez petrolera. Por años, nuestro país sufrió –a un mismo tiempo– la borrachera y la resaca, y ese particular estado de embotamiento impidió, entre otras cosas, que el paso de lo rural a lo urbano se diera de modo estratégicamente racional. Impidió saldar con justicia las cuentas con la pobreza. Impidió hacer de la educación una herramienta para la construcción de ciudadanía. Impidió crear consciencia acerca de la necesidad de invertir en un futuro que estaba a la vuelta de la esquina. Impidió aceptar de buen grado la urgencia de transitar de una a otra Venezuela. Y hubo un hombre, un hombre de letras y de pensamiento crítico que, valido de su pluma y de su reflexión analítica, dejó para la posteridad el registro de sus tribulaciones: vio venir el caos, vio la proximidad de la sombra, vio venir este presente. Dejó su advertencia en veintinueve artículos de prensa.

El festín de Baltasar
Como todo personaje público, como todo hombre de medios, como todo individuo ligado al ámbito de lo político, Arturo Úslar Pietri (1906- 2001) tuvo, tiene y tendrá –a partes iguales– seguidores y detractores. Incluso hay quienes hoy se preguntan por qué nunca fue presidente de la República. Con todo, quienes suscriben sus posturas y quienes difieren de ellas reconocen en el pensamiento de Uslar Pietri atributos de claridad, de pertinencia y de solidez porque lo cortés no quita lo valiente y hay que dar al César lo que es del César, incluso si no goza de nuestra personal simpatía.
Entre 1947 y 1948, este pensador venezolano escribió una serie de artículos (más bien, breves ensayos) en los cuales hizo manifiesta –más que su preocupación– su angustia demoledora por tres temas de importancia capital para la Venezuela de cualquier tiempo postpetrolero: población, petróleo y educación. Esos textos fueron compilados bajo el título De una a otra Venezuela. En ellos, y a pesar del pesimismo que exudan, el autor plantea (incluso como algo perentorio) la urgencia de repensar al país y lo necesario de entender que ninguna bendición es eterna y que, si es mal administrada, hasta la más beatífica de las bendiciones puede transformarse en una condena. Al respecto, Arturo Úslar Pietri fue categórico en dos expresiones lapidarias: “Hay que sembrar el petróleo” y “Hay que transformar al minotauro (el petróleo) en buey de labranza”. Como no se ha hecho ni lo uno ni lo otro, se optó por celebrar –en una orgía de derroches que dura hasta el sol de hoy– el festín de Baltasar.
“Hay en la Biblia una estampa –comienza diciendo Uslar Pietri en su alegórico ensayo– que se me parece curiosamente a esta hora venezolana. Es la del rey Baltasar en el festín. El oro y la plata de los vasos sagrados judíos se llenan de vino, la tumultuosa corte se regocija y ríe, suenan las músicas, bailan las danzarinas, los cortesanos se hartan, el pueblo recoge las abundantes sobras y el príncipe sonríe, entre su ensortijada barba, contemplando aquel largo panorama de plenitud y de bienestar. Nadie parece percatarse de que se está al borde de una tragedia, que el maravilloso festín no puede prolongarse indefinidamente, que todo lo que parece abundar es aparencial y falso y que va a desaparecer. Hasta que aquella mano misteriosa escribe en la pared la enigmática sentencia que anuncia la inevitable catástrofe y empieza con la palabra ‘mene’. Una palabra que las gentes del lago de Maracaibo conocen bien y la saben descifrar”. (A. Ú. Pietri, De una a otra Venezuela, Monte Ávila, 1996, pág. 22).
Como escrito ayer, este ensayo alude al festejo sin atenuantes del poderoso; del que cree que reinará para siempre. Alude también a la sempiterna condición menesterosa del pueblo mendicante. Una combinación que, vista en su trágica dimensión, es el caldo donde se cultiva el desastre inminente, el desenlace fatal. “Esa catástrofe –vaticina el autor– puede tardar mucho o puede estar muy próxima. No es fácil prever el momento en que va a reventar esta tremenda ola contra la artificial y fragilísima estructura de nuestra vida económica”. Quién sabe qué cosas diría hoy Arturo Úslar Pietri si viera cómo encalló el aparato económico nacional en las aguas infestas de la hiperinflación.

La celebración de otros
Pese al amargor que surca como emotivo eje transversal sus artículos compilados en De una a otra Venezuela; pese al tono desesperado con que trató de llamar la atención de los hombres de su generación (y de las generaciones futuras), Úslar Pietri –aun sin contar con que viviría o no para verla– creyó en otra Venezuela posible. Muchas veces se refirió a la Venezuela ficticia frente a la Venezuela real; a la Venezuela de opulencias frente a la Venezuela indigente. Hoy tendría que hablar de la Venezuela de los Rolex y de la Venezuela de las lentejas; de la Venezuela de las Hummer y de la Venezuela de las “perreras”. Algunas cosas nunca cambian.

En su artículo “El tema de la historia viva”, el autor señala que “a falta de otra cosa hemos sabido cosechar abundantemente el odio, y nada nos ha parecido más importante que envidiar y envilecer al prójimo”. Desde 1947 a las dos primeras décadas del siglo XXI, esa cosecha no ha hecho sino crecer y crecer. El resentimiento, la retaliación y el desquite son el emblema del escudo de armas de aquellos que piensan que disentir es un delito; que ante la irrupción de un proceso político enmascarado en discursos revolucionarios todos debemos estar alineados; que cualquier pensamiento en contra es traición a la patria. Si para ganar adeptos y adictos, hay que promover la envidia o envilecer con los frutos de la corrupción, poco importa. El fin justifica los medios. En 2019 ocurre como a comienzos del siglo XX aunque se hayan sofisticado los métodos. Algunas cosas solo se transforman en su apariencia para permanecer intactas en lo medular.
El resultado de tales prácticas estuvo y está a la vista de todos, y “todos miran los signos exteriores de una riqueza fácil y creciente. Automóviles, hermosas casas, fiestas, diversiones, comidas y trajes de lujo. Todos los miran: el que llegó ayer con el lío de ropas a la espalda y el estudiante que sale de la Universidad con borla reciente. Todos saben que lo que ayer se compró por diez hoy se vendió por veinte”. Así se lamenta Úslar cuando escribe su artículo “El petróleo y la inestabilidad”. Si hoy lo escribiera tendría que añadir como parte de los signos exteriores de la riqueza fácil la exacerbación de lo fashion, el inframundo de las cirugías estéticas, de los implantes de todo tipo, de las carillas dentales, de las melenas platinadas, de los Lamborghini, de los pura sangre, de los hijos de los jerarcas estudiando en las mejores universidades del mundo, de las celebraciones opulentas, de las selfies frente a los grandes monumentos… aunque se desconozcan su historia y su significación. Es el festín de Baltasar, que parece la orgía perpetua. Mas, frente a ese festín, frente a la borrachera del poder insaciable, también está la celebración de los otros.
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 Fuente:El Nacional.

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