Las señoritas Rosario Lugo Díaz y Felipa Toro representan a
las abnegadas maestras o preceptoras, como decían en aquellos años, que
dedicaban su vida con verdadero ahínco a
la enseñanza en una población que hasta los años 40 no tuvo una escuela
oficial. Eran las escuelas “pagas” que funcionaban en la sala de las casas de
familia. Rosarito en el cruce de la calle Comercio con la Gruta, donde hoy se
encuentra un edificio y una ferretería y Felipa a la entrada de la calle la Vega,
donde hoy funciona una sala de eventos sociales del Colegio Ángel Custodio Serrano.
Los años del General
Juan Vicente Gómez no se caracterizaron por dar un impulso a la educación,
muy pocos colegios, se permitió el
ingreso de órdenes religiosas para fundar centros de enseñanza para uso
exclusivo de la elite que manejaba el país. Jesuitas, Salesianos, Lasallistas
fundan excelentes colegios en la capital de la república y en ciudades del
interior, pero los pueblos interioranos la educación dependían de esa figura abnegada, la señorita
que por un bolívar semanal se encargaba de enseñar a leer, escribir, las cuatro
reglas de las matemáticas, la ortografía, la buena letra, el catecismo y las normas de urbanidad contenidas en el Manual
de Urbanidad y Buenas Maneras de Don
Manuel Antonio Carreño. Cada alumno tenía que llevar su “menaje”, una silla
pequeña que hacía de pupitre, era obligación de todos. La escolaridad se
centraba en las primeras letras, no existía para la “escuelitas pagas” un
programa oficial, ni jurado de exámenes, esas condiciones quedaban para las
ciudades, pero no significaba que los muchachos no aprendían, solo que no tenían
escolaridad que les permitiera proseguir estudios de bachillerato y mucho menos
de Universidad.
Las tareas no hacían en
cuadernos, se tenían que armar con papel de traza que se utilizaba para
envolver, los libros eran escasos, el famoso libro Mantilla que sirvió a varias
generaciones para aprender a leer, escribir, caligrafía y ortografía. En los
años 30 aparece un libro de Lecturas Venezolanas de J.A.Cova, el Catecismo de
monseñor Castro inspirado en Ripalda.
La disciplina era de carácter obligatorio, se partía de aquel
viejo principio que la letra entraba con sangre, la palmeta era de uso común,
cualquier error se castigaba con dolor, un palmetazo en la mano, un coscorrón,
arrodillarse en un rincón para los más tremendos era común. Estas prácticas
inaceptables hoy eran comunes y aceptadas por todos en aquellos años, cualquier
queja de la señorita significaba una “pela” en la casa. Se imponía un orden
propio de un ambiente de dictadura primitiva que se vivía en Venezuela en
aquellos años.
Sin embargo a pesar del palmetazo en la mano para aprender
las letras, quienes vivieron aquellos años siempre guardaron por sus maestras
un recuerdo amable, de respeto, de cariño y veneración por aquellas mujeres que
marcaron el alma de un pueblo en sus niños.
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